miércoles, 27 de enero de 2016

La historia cotidiana

¿Cuándo empecé a envejecer? Probablemente el día de mi nacimiento. No sé, toda la vida va hacia la vejez, la muerte.
La vida misma es un canto a la muerte. Solo sabremos que hemos vivido el día de nuestra muerte.
Pero hay pensamientos y cosas cotidianas que nos aproximan a empezar a sentirnos viejos, viejas. Lo mío fue cuando me mire las canas que empezaron a abundar en mi cabeza y ya no estaba el compañero que en un abrazo largo se detenía a arrancarlas de mi negra cabellera.
Aunque realmente cobré una conciencia diferente después, después de que presencié el envejecimiento de la madre de Simone de Beuvoir en la novela, Una dulce muerte.
Qué casualidad de la vida que al poco mi abuela, mi fuerte y dura abuela que marcó mi vida con su disciplina y dureza, se enfermó y fue a dar al hospital. Un mes en el hospital y el riesgo de perder la pierna bastaron para que aquella dura mujer que toda su vida se valió por sí misma terminara convirtiéndose en una ancianita insegura, miedosa de caer y se negara a volver a la calle. Dos años han pasado desde entonces, ella aún vive pero su envejecimiento me llevó a mirar el mío. 
Su rostro ajado y seco, sus manos y su cuerpecito tembloroso... la vejez, la larga vida de la gente de mi familia.
Y para mí fue despertar un día, mirar mis pies, doblar mis rodillas y tocar la punta de mis dedos y acariciarlos suavemente y pensar ¿cuándo será la ocasión en que ya no pueda hacer esto? ¿cómo será el día en el que ya no pueda doblar mi cuerpo con la facilidad con la que lo hago ahora?
Y después de 20 años de subir una de las pirámides de Becán, volví con otra gente. Recordé aquel viaje, esa fotografía: yo a mis 20 años, quizá menos, más delgada, más cabello, más lozanía y brillo en mi cara... y ese recuerdo fue razón suficiente para pensar que debía volver a subir las escaleras, aunque sentía morir en el intento, pero me impulsaba la idea de que quizá en 20 años -si vuelvo-, quizá ya no pueda subirla de nuevo, ya  no pueda mirar desde lo alto la alfombra de árboles verdes, mirar a lo lejos la selva, y ese océano verde que llena los ojos en el Sur.
Mi cuerpo no para de envejecer pero ya le dejé de prestar atención a eso. Me mentalicé que llegaba a los 40 años, que ya no era "joven" sino una persona adulta. Quizá ayudó que mi corazón ya estaba "jubilado" ya no quería más amores, ni más emociones intensas y que algo tenía que ahora ya no podía volver a sentir esas cosas de la juventud... o quizá deseo no volver a sentirlas. Me da miedo que tenga la vejez pero el corazón sea perpetuamente joven en su anhelo de amar al amor.
Envejecer no está tan mal, se puede morir de vida, de lo cotidiano, de vivir renunciando a las emociones y acostumbrarnos a abrazar una almohada al dormir, dormir tranquila y en paz, sin miedos. Cuántos años perdidos en el miedo. Cuánta angustia acumulada en la juventud que así se ahogaba. 
Esta apacible serenidad, este silencio y esta calma que si bien está llena de su ausencia, está también llena de la certeza de que no habrá lágrimas, ni emociones que rompan la quietud de lo cotidiano. Que mi computadora, las hojas que se escriben, los documentos que se leen, los libros que se acumulan y se gozan. Los poemas dedicados al amor, a la vida, a la vejez que nos espera siempre que lleguemos a vivir. Al cabo no espero vivir tanto como mi bisabuelo, él murió a los 105 años, una tarde de invierno, un enero triste que lloraba como él cuando se despedía de la vida diciéndonos: nunca se está listo para morir porque cuando debes hacerlo ya has aprendido a amar la vida.

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