lunes, 21 de diciembre de 2015

El sur del sur.


Vencer los miedos. Vencer el miedo que nos inoculan a las mujeres, vencer la sagrada línea de lo periférico y lo que está por “dentro” y abandonarlo. Hace algunos años una mujer en Turquía fue asesinada y todo en torno a la noticia era ¿Por qué viajaba sola? Y ese es el círculo concéntrico, los corrales del “privilegio” en el que se confiere a las mujeres.

Vencer el miedo, antes he viajado sola pero no por esta carretera, no tantas horas. Tomar el auto y andar por la carretera, por la más solitaria, la que no tiene pueblos y solo tiene selva y silencio. Mucho silencio. Los monstruos están adentro, no afuera. No hay jaguares en el día. Sin música porque olvidé el aparatito, así que solo canto, canto para mí, a todo grito, canto y lloro con la letra de esas canciones, qué tristes son y ni cuenta me había dado. Y sigo, manejo por horas y el camino parece no acabar, juraría que ya había pasado por aquí. O fue la vez pasada. El camino angosto, el camino de polvoso sascab, el sol en lo alto y la selva anunciando que un pueblo adelante nos cambia las geografías. Seguir la rutina de la revisión y la sonrisa forzada a los militares. El camino se ensancha pero mi corazón sigue apretujado. Voy hacia el Sur, más al sur y me alejo de todo menos de mí, de esta voz que se repite una y otra vez, que algunas veces se acalla y otras solo me acostumbro a ella. Aquí platicamos en paz en el silencio de este auto en movimiento. Cómo quisiera volver a recorrer esta carretera como aquella noche cuando vi el horizonte arder, era la quemazón de la zafra.
Los árboles y su verdor, ¿por qué es tan verde el sur?, me acerco más a la frontera, me aproximo a este México que se extingue por una frontera absurda y pienso en lo estúpidas que son las líneas fronterizas. A quién se le ocurre cortar un “brazo” de tierra, una península que sobresale y decir que aquí es México y allá es Belice. No lo entiendo.


El viaje de trabajo, la ciudad con sus amplias calles. No alcanzo a mirar el prometido letrero de “aquí termina México”, tampoco tenía muchas ganas de verlo. Chetumal se acaba pronto entre el compromiso del trabajo y el cansancio, ese que no se va desde hace tiempo, esa espalda que se conduele y me arrastra en su fatiga. Este cuerpo que ya no da.

Sigo en la carretera pero acompañada de otras mujeres, brujas que cantan en el camino y nos reímos, disfrutamos la luna y nos gozamos de ser y estar. Rompemos la rutina del trabajo y juntas vamos a visitar –mi segunda visita- a la Cruz Parlante, lo que tanto esperaba y por fin me atrevo a entrar. No como la vez pasada que apenas pisé descalza ese piso sentí que no podía sostenerme y no me atreví a entrar.
Ahí están los ancianos mayas iniciando el ritual, orando, alabando y hablándole a un Dios que entiende maya, a un Dios que no es hebreo. Por momentos siento los pies arder, no entiendo, la lógica me dice que no es posible pero ahí está esa sensación de ardor en los pies que subo por las piernas. Por momentos no puedo mantener los pies y los sostengo en el aire, descalza, con los pies mojados por la lluvia acumulada en los zapatos que he dejado en el quicio de la puerta. Como todas al entrar, como ellos que se doblan e hincan y nos invitan a hacer lo mismo.
La misa empieza puntual, un turista despistado se acomoda en las bancas de atrás. Y mi cabeza no deja de dar vueltas, qué habrá aquí. Qué es la energía que se siente, ¿la imagino? ¿es el cenote ahogándose en el olvido? Será el eco de sus voces retumbando en lo profundo. Y nos quedamos todas en silencio. Ahí están las amigas y compañeras de trabajo en silencio, mirando el ritual de una misa en lengua maya.
Y no puedo dejar de sentir tristeza, dolor pero también orgullo, recordar a las hermanas conocidas hace unos meses, reconocer su resistencia en el silencio y en la voz en lengua maya.
La cruz parlante, su casa, su iglesia, descubierta al fin a nuestros ojos luce como cualquier cruz, pero aquí hay una energía que fluye bajo nuestros pies y más tarde lo comentaremos, algo sucede dentro de nosotras. Algo dentro de mí me lleva a la selva, a la oscura selva con el rugido del jaguar y el grito de los pájaros. Estamos en medio de la selva, en Felipe Carrillo Puerto, el pueblo de  la última y todas las resistencias.
Termina la misa y nos comparten en las jícaras el agua de café hervido en leña, unos pedazos de galleta soda que no me atrevo a tirar aunque ya no las quiera. Como algunas, bebo el café hasta el último sorbo. Sus voces, sus pequeñas estaturas y sus pies cansados. Sus ojos tristes. Y también pienso que no hay mujeres oficiando esta misa. El entronque patriarcal –reflexiono.
Al final salimos de la misa, nos despedimos y agradecemos, dejamos unas monedas para la siguiente cena de la próxima misa. Mis pies mojados, mis zapatos mañana serán una tragedia. La lluvia que ha caído dejó las calles inundadas. Mi corazón es un vértice y un puñado de tristezas pero ya me acostumbré y ellas vienen conmigo a todas partes, viajan en auto, en avión, en camión o caminan a mi lado. Aquí siguen y aparecen nombrándolo. Aparecen en nombre de calle, en el nombre de un chiquillo correteando a mi alrededor para sorprenderme. Y pienso, me pregunto si es casualidad o soy yo que busco y encuentro.
Al volver el camino se me hace largo, larguísimo. Aturdo el cansancio con un café expreso.  El café, tan oscuro como sus ojos. Lo bebo como beber su recuerdo. La selva me espera desde Xpujil, viajo sola de nuevo. Ando por un camino en el que de vez en cuando me cruzo con otro conductor. Un camión remolcando un tractor, una camioneta cargada de hombres de una comunidad, niños a la vera de la carretera en donde hay poblados. Y pienso que esto pareciera una tierra de hombres, no se las ve en la calle, no están manejando y no hay otra conductora. Paso lento en un camino ampliación de la carretera y el sol a lo lejos se empieza a inclinar tras de las ramas. Debo darme prisa para llegar antes que anochezca. Aún falta muchas horas y en todas ellas las canciones irán y vendrán con un nombre que me acompaña. Sé que debo olvidar, borrarlo, o acostumbrarme a que esté ahí, a seguir mi vida, seguir como sigue la tarde cayendo, como anda el sol tras las ramas dejando su atardecer violáceo ensombrecerme. A ratos quiero tomar la foto, luego pienso que no tiene sentido, que es mejor que “me lo trague todo con los ojos”, que no hay forma de compartir con nadie este momento. Que solo soy yo manejando este pequeño auto en todo este silencio en medio de la selva. Los jaguares esperarán la noche para salir, los pájaros empiezan a cruzar de un lado a otro al oscurecer. Sé que me acerco a casa cuando la selva se va haciendo pequeña, y la tierra… la tierra como herida, se vuelve roja.


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