Vencer los miedos. Vencer el
miedo que nos inoculan a las mujeres, vencer la sagrada línea de lo periférico
y lo que está por “dentro” y abandonarlo. Hace algunos años una mujer en Turquía
fue asesinada y todo en torno a la noticia era ¿Por qué viajaba sola? Y ese es
el círculo concéntrico, los corrales del “privilegio” en el que se confiere a
las mujeres.
Vencer el miedo, antes he viajado
sola pero no por esta carretera, no tantas horas. Tomar el auto y andar por la
carretera, por la más solitaria, la que no tiene pueblos y solo tiene selva y
silencio. Mucho silencio. Los monstruos están adentro, no afuera. No hay
jaguares en el día. Sin música porque olvidé el aparatito, así que solo canto,
canto para mí, a todo grito, canto y lloro con la letra de esas canciones, qué
tristes son y ni cuenta me había dado. Y sigo, manejo por horas y el camino
parece no acabar, juraría que ya había pasado por aquí. O fue la vez pasada. El
camino angosto, el camino de polvoso sascab, el sol en lo alto y la selva
anunciando que un pueblo adelante nos cambia las geografías. Seguir la rutina
de la revisión y la sonrisa forzada a los militares. El camino se ensancha pero
mi corazón sigue apretujado. Voy hacia el Sur, más al sur y me alejo de todo
menos de mí, de esta voz que se repite una y otra vez, que algunas veces se
acalla y otras solo me acostumbro a ella. Aquí platicamos en paz en el silencio
de este auto en movimiento. Cómo quisiera volver a recorrer esta carretera como
aquella noche cuando vi el horizonte arder, era la quemazón de la zafra.
Los árboles y su verdor, ¿por qué
es tan verde el sur?, me acerco más a la frontera, me aproximo a este México que
se extingue por una frontera absurda y pienso en lo estúpidas que son las
líneas fronterizas. A quién se le ocurre cortar un “brazo” de tierra, una
península que sobresale y decir que aquí es México y allá es Belice. No lo
entiendo.
El viaje de trabajo, la ciudad
con sus amplias calles. No alcanzo a mirar el prometido letrero de “aquí
termina México”, tampoco tenía muchas ganas de verlo. Chetumal se acaba pronto
entre el compromiso del trabajo y el cansancio, ese que no se va desde hace
tiempo, esa espalda que se conduele y me arrastra en su fatiga. Este cuerpo que
ya no da.
Sigo en la carretera pero
acompañada de otras mujeres, brujas que cantan en el camino y nos reímos,
disfrutamos la luna y nos gozamos de ser y estar. Rompemos la rutina del
trabajo y juntas vamos a visitar –mi segunda visita- a la Cruz Parlante, lo que
tanto esperaba y por fin me atrevo a entrar. No como la vez pasada que apenas
pisé descalza ese piso sentí que no podía sostenerme y no me atreví a entrar.
Ahí están los ancianos mayas
iniciando el ritual, orando, alabando y hablándole a un Dios que entiende maya,
a un Dios que no es hebreo. Por momentos siento los pies arder, no entiendo, la
lógica me dice que no es posible pero ahí está esa sensación de ardor en los
pies que subo por las piernas. Por momentos no puedo mantener los pies y los
sostengo en el aire, descalza, con los pies mojados por la lluvia acumulada en
los zapatos que he dejado en el quicio de la puerta. Como todas al entrar, como
ellos que se doblan e hincan y nos invitan a hacer lo mismo.
La misa empieza puntual, un
turista despistado se acomoda en las bancas de atrás. Y mi cabeza no deja de
dar vueltas, qué habrá aquí. Qué es la energía que se siente, ¿la imagino? ¿es
el cenote ahogándose en el olvido? Será el eco de sus voces retumbando en lo
profundo. Y nos quedamos todas en silencio. Ahí están las amigas y compañeras
de trabajo en silencio, mirando el ritual de una misa en lengua maya.
Y no puedo dejar de sentir
tristeza, dolor pero también orgullo, recordar a las hermanas conocidas hace
unos meses, reconocer su resistencia en el silencio y en la voz en lengua maya.
La cruz parlante, su casa, su
iglesia, descubierta al fin a nuestros ojos luce como cualquier cruz, pero aquí
hay una energía que fluye bajo nuestros pies y más tarde lo comentaremos, algo
sucede dentro de nosotras. Algo dentro de mí me lleva a la selva, a la oscura
selva con el rugido del jaguar y el grito de los pájaros. Estamos en medio de
la selva, en Felipe Carrillo Puerto, el pueblo de la última y todas las resistencias.
Termina la misa y nos comparten
en las jícaras el agua de café hervido en leña, unos pedazos de galleta soda
que no me atrevo a tirar aunque ya no las quiera. Como algunas, bebo el café
hasta el último sorbo. Sus voces, sus pequeñas estaturas y sus pies cansados.
Sus ojos tristes. Y también pienso que no hay mujeres oficiando esta misa. El entronque
patriarcal –reflexiono.
Al final salimos de la misa, nos
despedimos y agradecemos, dejamos unas monedas para la siguiente cena de la
próxima misa. Mis pies mojados, mis zapatos mañana serán una tragedia. La
lluvia que ha caído dejó las calles inundadas. Mi corazón es un vértice y un
puñado de tristezas pero ya me acostumbré y ellas vienen conmigo a todas
partes, viajan en auto, en avión, en camión o caminan a mi lado. Aquí siguen y
aparecen nombrándolo. Aparecen en nombre de calle, en el nombre de un chiquillo
correteando a mi alrededor para sorprenderme. Y pienso, me pregunto si es
casualidad o soy yo que busco y encuentro.
Al volver el camino se me hace
largo, larguísimo. Aturdo el cansancio con un café expreso. El café, tan oscuro como sus ojos. Lo bebo
como beber su recuerdo. La selva me espera desde Xpujil, viajo sola de nuevo.
Ando por un camino en el que de vez en cuando me cruzo con otro conductor. Un
camión remolcando un tractor, una camioneta cargada de hombres de una
comunidad, niños a la vera de la carretera en donde hay poblados. Y pienso que
esto pareciera una tierra de hombres, no se las ve en la calle, no están
manejando y no hay otra conductora. Paso lento en un camino ampliación de la carretera y
el sol a lo lejos se empieza a inclinar tras de las ramas. Debo darme prisa
para llegar antes que anochezca. Aún falta muchas horas y en todas ellas las
canciones irán y vendrán con un nombre que me acompaña. Sé que debo olvidar,
borrarlo, o acostumbrarme a que esté ahí, a seguir mi vida, seguir como sigue
la tarde cayendo, como anda el sol tras las ramas dejando su atardecer violáceo
ensombrecerme. A ratos quiero tomar la foto, luego pienso que no tiene sentido,
que es mejor que “me lo trague todo con los ojos”, que no hay forma de
compartir con nadie este momento. Que solo soy yo manejando este pequeño auto
en todo este silencio en medio de la selva. Los jaguares esperarán la noche
para salir, los pájaros empiezan a cruzar de un lado a otro al oscurecer. Sé
que me acerco a casa cuando la selva se va haciendo pequeña, y la tierra… la
tierra como herida, se vuelve roja.
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