martes, 14 de febrero de 2017

lunes, 13 de febrero de 2017

La semilla

Cuando compraba la fruta, la trataba con respeto pero también tenía algo de conocimiento ancestral de las suyas, algo que aprendió en el camino y lo trajo para mí, que me lo dejó a mí.
El ritual empezaba en un ciclo inacabable. Empezaba por corta la fruta del árbol en el patio, rayar con un cuchillo los bordes de la fruta verde en ese trazo preciso de la punta al rabito, para cuando madurara envuelta en periódicos lavaba la papaya, la partía por la mitad y cuidadosamente abría esa vulvosa fruta y extraía las semillas para colocarlas en un papel o sobre un comal al sol.
Juntaba las cáscaras para dárselas a los patos, alimento que agradecían en ese ciclo perfecto en donde la tierra todo lo toma y todo lo da.
El fin de la semilla era el sol donde las ponía a secar, o para ser devoradas por los pájaros.
Nunca en el suelo, nunca en la basura. Ese no era su lugar. Y ahora al cortar la fruta pienso en eso, recuerdo ese gesto y me tomo la licencia de creer que era el respeto a la semilla.
Nunca tires la semilla, es la que nos permite comer, es la que nos da el fruto. Y si quieres cultivar, ponla al sol, ahí tomará lo mejor, se "curará" y si la echas a la tierra que sea así, seca para que encuentre el camino a la otra vida, a darnos su fruto.
Quizá el recuerdo se funde con el de la tortilla, con el grito ordenando que la tortilla no fuera a la basura bajo ninguna circunstancia.
"Es sagrada", decía mi abuela.
La trataba con respeto, guardaba las que sobraban en la comida, las separaba una a una sobre un paño extendido y las ponía al sol a tostar.
Si al caso alguna se llenaba de hongos, ese de color naranja intenso, ella decía que debíamos comerla, que era muy buena para evitar enfermedades y cuando no, las remojaba en agua para dársela a los patos y las demás aves de corral que crecían en el patio.
Ese patio gigantesco y a la vez pequeño donde lo mismo crecían elotes, que guanabanas, papayas, limones y espinacas.
La semilla no se tira así a lo inútil -decía, sino cuando es para que caiga en tierra fértil. La semilla, como la tortilla ha de ser tratada con respeto porque es la gracia de Dios sobre la tierra.
Lo recordé en ese ritual exacto de abrir la fruta y poner la semilla en una servilleta en el quicio de la ventana, para que le dé el sol y vengan los pájaros a devorarla.




 Si la vida se repite, volvería al punto donde nos encontramos para volver a sonreír juntos.

sábado, 4 de febrero de 2017

Leonarda, la comadrona

Contaba mi abuela, mi Ofe, que su abuela se llamaba Leonarda. La recordaba constantemente en la ternura de su infancia lejana... así como yo la recuerdo a ella y a su abuela, en esa historia que nos contamos como un río que fluye desde ayer, en el río de historias que nos contamos para que no se olviden los nombres de nuestras abuelas, las ancestras.
Lo que sé es una breve fotografía de ella, la abuela Leonarda, era de piel oscura y se dedicó toda su vida a ser partera. Ayudaba a las mujeres a traer al mundo a sus hijos, las acompañaba en el camino del alumbramiento y lo hacía con paciencia y dedicación.
Ofelia siempre recordaba a su abuela con amor, era la de los brazos protectores cuando la perseguían para darle alguna tunda por alguna travesura infantil, la que abrazaba y acariciaba su piel oscura, porque igual que ella era negrura que era tan despreciada aún entre los pobres.
La abuela venía de muy lejos, contaba, de otras tierras donde había huído de los patrones. Era de "Mobila", contaba, y nunca supimos en qué lugar se encontraba y la curiosidad se anidaba en mí y me llevó a buscarlo en los libros de migración de las personas negras que salieron de Mobille, en Estados Unidos.
A veces cierro los ojos para recordar un poco más. Solo puedo imaginar a mi negrita, mi abuela, correteando junto al río que contaba, su infancia junto al Usumacinta allá por las rancherías en las que se diluyen los límites geográficos y solo saben de tierra y agua como frontera.
De sus días trepada en los árboles comiendo fruto o escondida entre los matorrales para que la dejaran por ratos en paz en una infancia de trabajo y más trabajo.
Sé de Leonarda, se de sus brazos fuertes y sus manos pacientes. Sé que un día atendió un parto muy cansado y ya le habían dicho que no fuera a atender parturientas porque estaba algo enferma. Sé que esa mañana había pasado la noche ayudando a una parturienta y que al amanecer llevó al río una palangana con las sábanas que habían usado para la labor de parto y en el camino la soltó y cayó muerta.
Decía que se le reventó la vena aorta, o quizá fue un infarto, lo cierto es que era una mujer más muriendo junto al río, una comadrona que se iba después de traer al mundo una criatura. Y entonces conocí la orfandad, contaba mi abuela. Todo se hizo más triste, nos decía, nadie me quería, mi padre no me mostraba su cariño aunque decía quererme, mi madre no me quería porque decía que me parecía a mi abuela por su piel oscura.
A veces cuando pienso en mi abuela, viene a mi mente Leonarda, viene con todas sus historias, con los niños traídos al mundo, con el sonido de una selva baja y el río corriendo, las aguas que la trajeron de lejos y el desprecio de la gente a su piel oscura que la persiguió a ella y a mi abuela. Ella que migró, ayudaba a migrar a las criaturas a este mundo. Veo a Leonarda en cada mujer que muere así, de esa muerte infinita que mata a las mujeres: la pobreza y la violencia.

Guanábana dulce... y azucarada