lunes, 29 de agosto de 2016

Una despedida...

Nadie puede saber cuánto durará una ausencia. 
Yo aprendí a olvidarla desde aquella primera noche en la que tuve que dormir abrazada a una almohada a la que vestí con su ropa para sentir el olor de su cuerpo. Pasaron muchos años para que recordara ese evento que con los años había quedado borrado pero que un día cualquiera empecé a contarlo como si de la vida de alguien más se tratara. 
Una nunca sabe cuánto tiempo pasará hasta acostumbrarse a una ausencia. Pueden ser unos meses, unos años, unas décadas. Así fue mi vida llena de su ausencia a la que nunca logré acostumbrarme. Con los años aprendí que no era su ausencia sino su libertad y que la aceptaba y amaba así, libre. No podía pedirle más si yo misma nunca he sabido estar en ninguna parte.
Gaby, así de breve y pequeñita, así de efímera y la recuerdo hoy como siempre con su sonrisa de eterna adolescente, con su risa estruendosa sin pudor, sin miedo y sin esta constreñida apariencia de autocontrol que a mí me acompaña intentando moderar y controlar mis emociones.
Ella no era así, no se guardaba nada. La recuerdo llorando a mares, ronca, casi sin voz, el último día que se fue de la casa llevándose a mi hermana menor... tragedias de la vida era un 10 de mayo... y ella era mi madre.
Hoy se ha ido realmente, fue así, rápido y sin aviso, apenas unas palabras al teléfono por la distancia que siempre medió entre nosotras, apenas y el ligero temor de que el cáncer hubiera regresado y nos acortara el tiempo. Prefiero no pensarlo, prefiero pensar que este tiempo que vivió después de luchar con el cáncer, los últimos 4 años fueron extras y lo justo y necesario para darme a mí la paz de la reconciliación.
A mí el feminismo me enseñó que su derecho a la libertad era tan grande como la mía, y mi cristianismo me abrigó en un perdón por no haber superado nunca su ausencia. ¿Pero quién puede acostumbrarse a la ausencia de la madre? ¿Quién puede vivir, coserse, levantar sus pedazos, armarse y amar cuando tu madre se fue para vivir su propia vida? Pero no fue ella quien me rompió, también eso aprendí. No. Yo ya era así cuando ella estaba, yo no podía vivir sin abrazarla por las noches, yo sufría y lloraba todas las tardes en espera de su retorno y a la salida de la escuela lloraba si no la veía ahí afuera esperándome, como si tuviera el temor de que un día no volvería en un acto de predicción de mi propia tragedia. 
Pero no fue tragedia, hoy sé que sin su ausencia yo jamás sería quien soy, una papalota libre y loca, una persona que sueña que las personas... que se puede confiar, que se las puede amar... y que lo que más importa es el amor.
Gaby se fue este miércoles 24 de agosto, mi madre, mi pequeño polvo enamorado que ya es ceniza... no hubo lágrimas porque no se llora la libertad del cuerpo para renacer, para ser libre sin dolor como ella ya lo es... se fue el día de mi alumbramiento en un extraño juego de la vida, de Dios, ese Dios amoroso en el que creo.
Ella me dio a luz un 24 de agosto a las 8 de la mañana, y ella se fue de este mundo a las 8 de la noche, solo me queda su recuerdo como a todos, como a las amigas que aún después de años no pueden con la ausencia de sus madres.
Y pienso que ese vínculo materno-hijo no es una cuestión social-aprendida sino un sueño, ella me heredó sus sueños de volar, sus deseos y anhelos, gozó con la certeza de saber que mis ojos veían otros paisajes, otras ciudades, y que así los miraba ella un poco...  me lo dijo antes de un viaje a Perú y lo contaba entre amigos y vecinas.
La última vez que nos vimos en febrero pasado, ella sonreía, me sirvió la cena en los 35 minutos que tenía para visitarla.
Solo puedo recordarla en silencio mirándome mientras pienso si me quedo o no a cenar, la recuerdo con mi oferta de regalarle una estufa nueva si prescindía de sus objetos acumulados en esa compulsión continua-hereditaria de lo obsesivo compulsivo... y qué se hereda sino genes, signos y destino con el que aprendemos a lidiar y a aceptar.
Mi madre ha muerto a la vida. Pero en mis sueños, en mis recuerdos ella sería siempre la ausente que se fue un día de viaje, la que tomó la mochila con sus pobrísimas pertenencias porque quería ir lejos y conocer el mundo...  mi pequeña adolescente eterna que siempre buscaba el abrigo y el cobijo en el amor de pareja o de las hijas, una mariposa buscando el cobijo de la lámpara, mi pequeña polilla que se ha ido y de la que no me despedí porque nunca lo creí necesario y yo misma no sabía si en mi corazón habría dolor por su ausencia.
No hay dolor, hay una incógnita sin respuesta, la misma que me queda entre las manos por el miedo al dolor de la muerte y preferir, siempre preferir y tomar con perpetua calma la muerte siempre que ésta nos arranque del dolor, antes que el dolor la muerte tranquila.
De ella solo tengo los recuerdos en los días de domingo, salir de nuestra iglesia y tener la certeza de que ella traería dulces: suspiros y buñuelos, y por la tarde un elote a la señora de hipil y rebozo rojo con su palangana... Cuando Gaby se fue se lo llevó todo.
En la casa quedaron sus zapatos rojos de tacones altos, sus casetes, una grabadora y un radio que puntuales nos repartimos a manera de herencia mi hermana y yo... un estuche de maquillaje con el que jugábamos a pintarrajearnos. Y su ausencia, su enorme, gigante y absoluta ausencia que aún hoy me aplasta como no sabía que podía hacerlo, me ahoga la orfandad y la intranquilidad de evitar los pensamientos raros, esos que recuerdan que la vida solo es aprender a vivir con los abandonos. 
Aún no sé cuándo me despediré del todo, aunque no hay palabras guardadas para ella, quedan quizá los poemas que nunca se escribieron. Por ahora solo pensar que por fin se ha ido al viaje de sus sueños.